sábado, 7 de abril de 2018

Dios en el AT


Dios 
(primera parte del artículo correspondiente en: X. LEÓN–DUFOUR, “Vocabulario de Teología bíblica”, Herder, Barcelona, 1993).

La Biblia no contiene tratado alguno sobre Dios. No se retira ni se distancia como
para describir un objeto, no nos invita a hablar de Dios, sino a escucharle
cuando habla y a responderle confesando su gloria y sir-viéndole. A condición
de permanecer en la obediencia y en la acción de gracias, es posible formular lo que
de sí mismo dice Dios en la Biblia. Dios no habla de sí de la misma manera en el AT
y en el NT, cuando se dirige a nosotros por sus profetas y cuando nos habla nor su
Hijo (Heb 1,1s). En éste más que en ningún otro asunto se impone en forma
rigurosa la distinción entre el AT y el NT, ya que «nadie vio jamás a Dios; sólo lo
ha dadb a conocer el Hijo único que está en el seno del Padre» (Jn 1,18). Así como


hay que desechar la oposición herética entre el Dios vindicativo del AT y el Dios
de bondad del NT, así también hay que mantener que sólo *Jesús nos descubre
el secreto del único Dios de los dos Testamentos.

AT. I. DIOS ES PRIMERO. Desde «el principio» (Gén 1,1; Jn 1,1) existe Dios, y
su existencia se impone como un hecho inicial, que no tiene necesidad de
ninguna explicación. Dios no tiene origen ni devenir; el AT ignora las teogonías que,
en las religiones del antiguo Oriente, explican la construcción del mundo por la
génesis de los dioses. Dado que sólo él es «el primero y el último» (Is 41,4;
44,6; 48,12), el mundo entero es obra suya, es «creación» suya.
Siendo Dios el primero, no tiene que presentarse, se impone al espíritu del hombre
por el mero hecho de ser Dios. En ninguna parte se supone un descubrimiento de
Dios, un proceder progresivo del hombre que le conduzca a establecer "su
existencia. Conocerle es ser conocido (cf. Am 3,2) y descubrirle en la raíz de la
propia existencia; huir de él es todavía sentirse perseguido por su mirada (Gén
3,10; Sal 139,7).

Como Dios es primero, tan luego se da a conocer se acusan francamente
su personalidad, sus reacciones, sus designios. Por poco que todavía se sepa de
él, desde el instante en que se le descubre se sabe que Dios quiere algo preciso y
que sabe exactamente adónde va y lo que hace.

Esta anterioridad absoluta de Dios está expresada en las tradiciones del Pentateuco
en dos formas complementarias. La tradición llamada yahvista pone en escena
a Yahveh desde el comienzo del mundo, y ya mucho antes del episodio de la
zarza ardiente lo muestra persiguiendo su único *designio. Las tradiciones
elohístas subrayan, por el contrario, la novedad que aporta la revelación del
*nombre divino a Moisés, pero marcan al mismo tiempo que con vocablos
diversos, que son casi siempre epítetos del nombre divino El, se había dado ya Dios
a conocer. En efecto, Moisés no puede reconocer a Yahveh como el verdadero Dios
si no tenía ya, en forma oscura, pero neta, conocimiento de Dios. Esta identidad
del Dios de la razón y del Dios de la *revelación, esta prioridad de Dios, presente
al espíritu del hombre desde su primer despertar, está indicada a todo lo largo de
la Biblia por la identificación inmediata y constante entre Yahveh y Elohím, entre
el Dios que se revela a Israel y el Dios que pueden nombrar las *naciones.
Por eso, todas las veces que Yahveh se revela presentándose, se nombra y se
define pronunciando el nombre de El/Elohím, con todo lo que evoca : «el Dios de
tu padre» (Éx 3,6), «el Dios de vuestros padres» (Éx 3,15), «vuestro Dios» (Éx
6,7), «Dios de ternura y de piedad» (Éx 34,6), «tu Dios» (Is 41,10; 43,3),
o sencillamente «Dios» (lRe 18,21. 36s). Entre el nombre de Dios y el de Yahveh
se establece una relación viva, una dialéctica : el Dios de Israel, para poder
revelarse como Yahveh, se afirma como Dios, pero revelándose como Yahveh dice
en forma absolutamente nueva quién es Dios y qué es.

II. EL, ELOHÍM, YAHVEH. En la práctica, El es el equivalente arcaico y poético
de Elohím; como Elohím, como nuestra palabra Dios, El es a la vez nombre
común, que designa la divinidad en general, y nombre propio, que designa la
persona única y definitiva, que es Dios. Elohím es plural; no un plural
mayestático, ignorado por el hebreo, como tampoco una supervivencia
politeísta, inverosímil para la mentalidad israelita en un punto tan sensible,
sino probablemente resto de una concepción semítica común, que percibe lo divino como una pluralidad de fuerzas.

1. El. El es conocido y adorado fuera de
Israel. Como nombre común designa la divinidad en casi todo el mundo
semítico; como nombre propio es el de un gran dios, que parece haber sido
dios supremo en el sector oeste de este mundo, en particular en Fenicia y en
Canaán. ¿Fue El desde los orígenes semíticos un dios común, supremo y único,
cuya religión, pura, pero frágil, habría sido más tarde eclipsada por un politeísmo
más seductor y corrompido? ¿Fue más bien el dios jefe y guía de los diferentes
clanes semitas, dios único para cada clan, pero in-capaz de hacer prevalecer
su unicidad cuando tropezaba con otros grupos, y luego degradado como una de
las figuras del panteón pagano? Esta historia es oscura, pero lo cierto es que
los patriarcas nombran a su Dios El con diferentes epítetos, El «Elyón (Gén 14,22),
El Rói (16,13), El Ñaddai (17,1; 35,11; 48,3), El Betel (35,7), El Olam (21,33), y
que, en particular en el caso de El `Elyón, el dios de Melquisedec, rey de Salem,
este El es presentado como idéntico con el Dios de Abraham (14,20ss). Estos
hechos muestran no sólo que el Dios de Israel es el «*juez de toda la
tierra» (18,25), sino también que es susceptible de ser re-conocido y
adorado efectivamente como el verdadero Dios aun fuera del pueblo elegido.
Sin embargo, este reconocimiento es excepcional; en la mayoría de los casos
los dioses de las naciones no son dioses (Jer 2,11; 2Re 19,18). El/Elohím no
es prácticamente reconocido como el verdadero Dios sino revelándose a su pueblo
con el nombre de Yahveh. La personalidad única de Yahveh da al rostro
divino, siempre más o menos pálido y constantemente desfigurado por los
diversos paganismos, una consistencia y una vida que se imponen.

2. Yahveh. En Yahveh revela Dios lo que hace y lo que es, su nombre y su acción.
Su acción es maravillosa, inaudita, y su nombre, misterioso. Al paso que
las manifestaciones de El a los patriarcas sobrevienen en un país familiar, en
formas sencillas y próximas, Yahveh se revela a Moisés en el marco salvaje
del *desierto y en el desamparo del exilio, en la figura temerosa del *fuego (Éx
3,1-15). La revelación complementaria de Éx 33,18-23; 34,1-7 no es
menos terrorífica. Sin embargo, este Dios de santidad devoradora es un Dios
de fidelidad y de salvación. Se acuerda de Abraham y de sus descendientes (3,6),
está atento a la miseria de los hebreos en Egipto (3,7), resuelto a liberarlos (3,8) y
a hacer su felicidad. El nombre de Yahveh, con el que se manifiesta, responde a
la obra que tiene entre manos. Sin duda alguna este nombre comporta un
*misterio; por sí mismo dice algo inaccesible: «Yo soy quien soy» (3,14); nadie
puede forzarlo y ni siquiera penetrarlo. Pero dice también algo positivo, una
*presencia extraordinariamente activa y atenta, un *poder invulnerable y
liberador, una promesa inviolable : «Yo soy.» El verbo ser, al que ciertamente
hace alusión el nombre de Yahveh, si ya no expresa inmediatamente el
concepto metafísico de la existencia absoluta, designa en todo caso una
existencia siempre presente y eficaz, un adesse más bien que un esse. Pero
esta presencia abarca al universo desde su primero hasta su último día, y unifica
el pasado, el presente y el futuro: «El que desde el principio llamó a las generaciones, yo, Yahveh, que era al principio, y soy el mismo siempre y seré en
los últimos tiempos» (Is 41, 4). Así, a condición de no olvidar el acento de
presencia salvífica y personal, la traducción de los LXX, «el que es», y la
traducción francesa adoptada por las versiones judías l'Eternel (el Eterno),
son equivalen-tes sugestivos.

Los nombres de El/Elohím muestran el nexo que puede relacionar con el
verdadero Dios las religiones naturales; el nombre de Yahveh, por el contrario, no
se reveló sino a Israel y sólo tiene sentido para el pueblo que hizo la experiencia de
su conducta. Por eso, si es legítimo tratar de precisar lo que fue la religión de
los patriarcas y la fisonomía del Dios al que adoraban, es vano preguntarse si el
Dios Yahveh era conocido antes de Moisés. Si su mismo nombre se hallara en
otras religiones, sólo podría tratarse de una continuidad material: Yahveh no se
revela sino en su iniciativa única y sobrenatural, el gesto por el que rescata a Israel
y crea su pueblo.

III. DIOS HABLA DE SÍ MISMO. Yahveh es el eco, repetido por los hombres en
tercera persona, de la *revelación hecha por Dios en primera persona: ehyeh,
«yo soy».
Este nombre que lo dice todo, Dios mismo lo comenta constantemente
con las diversas fórmulas que da de sí mismo.
1. Dios viviente. La fórmula «Vivo yo» en la boca de Dios es quizás una creación
tardía de Ezequiel; en todo caso es el eco de una fórmula muy antigua y muy
popular de la fe de Israel: «Vive Yahveh» (Jue 8,19; IRe 17,1...).
Expresa seguramente la impresión que tiene el hombre frente a Yahveh, impresión
de una presencia extraordinariamente activa, de una espontaneidad inmediata y
total «que no se fatiga ni se cansa» (Is 40,28), «que no duerme ni
dormita» (Sal 121,4). Su lenguaje en el Horeb, en el momento en que revela
su nombre, traduce sin duda esta intensidad de *vida, esta atención a su obra:
«He visto... he prestado oídos... conozco... estoy resuelto... te envío» (Éx 3,7-10);
el «Yo soy», preparado por estas expresiones no puede ser menos dinámico que ellas.
2. Dios santo. «Lo juro por mi santidad» (Am 4,2), «Yo soy el Santo» (Os 11,9).
Esta vitalidad irresistible, y sin embargo totalmente interior, este ardor que devora
y hace vivir a la vez, es la *santidad. Dios es santo (Is 6,3), su nombre es santo
(Am 2,7; Lev 20,3; Is 17,15...) y la irradiación de su santidad santifica a su pueblo
(Éx 19,6). Su santidad abre ante Dios un abismo infranqueable a toda
criatura ; ninguna puede afrontar su proximidad, el firmamento vacila, las
*montañas se derriten (Jue 5,4s; Éx 19,16...) y toda *carne tiembla, no sólo
el hombre pecador que se ve perdido, sino hasta los serafines inflamados, indignos
de parecer ante Dios (Is 6,2).
3. «Yo soy un Dios celoso» (Éx 20,5). El *celo intransigente de Dios es otro aspecto
de su intensidad interior. Es la pasión que pone en todo lo que hace y en todo lo
que toca. No puede soportar que una mano extraña venga a profanar las cosas que
le importan, las cosas que su atención «santifica» y hace sagradas. No puede
soportar que de-caiga ninguna de sus empresas (cf. Éx 32,12; Ez 36,22...), no
puede «ceder a nadie su gloria» (Is 48,11).

4. «No tendrás otros dioses fuera de mí» (Éx 20,3). La intransigencia de Dios tiene
por objeto esencial a «los otros dioses». El monoteísmo israelita no es fruto de
una reflexión metafísica, de una integración política, ni de una evolución religiosa.
Es una afirmación de la fe y es tan antiguo en Israel como la fe, es decir, como
la certeza de su elección, de haber sido escogido entre todos los pueblos por Dios,
de quien son todos los pueblos. Este monoteísmo de la fe pudo durante largo
tiempo conciliarse con representaciones que implicaban la existencia de
«otros dioses», por ejemplo, de Kamó3 en Moab (Jue 11,23s), o la imposibilidad
de adorar a Yahveh fuera de las fronteras de «su heredad» (ISa 26,19). Pero desde
los orígenes no puede Yahveh soportar una presencia concurrente, y toda la historia
de Israel es un despliegue de sus *victorias sobre sus rivales, los dioses de Egipto,
los Baales de Canaán, las divinidades imperiales de Asur y de Babilonia, hasta
el triunfo definitivo que pone en evidencia la nada de los falsos dioses. Triunfo que
se alcanza a veces con milagros, pero que es constantemente el triunfo de la
fe. Jeremías, que anuncia la ruina total de Judá y de Jerusalén, nota con el tono
de una mera observación que los dioses de las naciones «no son siquiera
dioses» (Jer 2,11), sino «seres inexistentes» (5,7). En pleno exilio, frente a
los prestigios de la *idolatría, del seno de un pueblo vencido y deshonrado
irrumpen las afirmaciones definitivas: «Antes de mí no hubo dios alguno, y
ninguno habrá después de mí; yo, yo soy Yahveh, y fuera de mí no hay
salvador» (Is 43,10s...). El recuerdo del Horeb parece evidente, y es significativa
la continuidad espiritual entre textos tan profundamente diferentes: Yahveh es el
único Dios porque es el único capaz de salvar, «el primero y el último»,
siempre presente, siempre atento. Si la idolatría le hiere «mortalmente», es que
pone en tela de juicio su capacidad y su voluntad de *salud, es que niega que
esté siempre presente y activo, que sea realmente Yahveh.
5. «Yo soy Dios y no hombre» (Os 11,9). Dios es absolutamente diferente
del hombre ; es *espíritu, y el hombre es *carne (cf. Is 31,3), frágil y
perecedero como la hierba (Is 40,7s). Esta diferencia es tan radical que el hombre
la interpreta siempre falsamente. En el *poder de Dios ve la *fuerza eficaz, pero no
la *fidelidad del corazón (cf. Núm 23,19), en su *santidad sólo ve
distancia infranqueable, sin sospechar que es a la vez proximidad y ternura: «Yo soy
el santo en medio de ti y no me complazco en destruir» (Os 11,9). La
trascendencia incomprensible de Dios hace que sea al mismo tiempo «el altísimo»
en su «*morada elevada y santa», y el «que habita con el hombre contrito
y humillado» (Is 57,15). Es el todopoderoso y el Dios de los pobres, hace resonar
su voz en el estruendo de la tormenta (Ex 19,18ss) y en el murmullo de la brisa
(lRe 19,12), es invisible y ni siquiera Moisés vio su *rostro (Ex 33,23), pero al
recurrir, para revelarse, a los reflejos del corazón humano, descubre su
propio corazón; prohibe toda representación de él, toda *imagen de la que el
hombre pudiera hacer un *ídolo adorando la obra de sus manos, pero se ofrece
a nuestra imaginación con los rasgos más concretos; es el «completamente otro»
que desborda toda comparación (Is 40,25), pero en todas par-tes está en su casa y
en modo alguno es para nosotros un extraño; sus reacciones y su comportamiento
se traducen por nuestros gestos más familiares : «modela» con sus manos la arcilla
de que saldrá el hombre (Gén 2,7), acerroja tras Noé la puerta del arca (Gén
7,16) para estar seguro de que no se ha de perder ninguno de sus moradores ;
tiene el ímpetu triunfal del jefe de *guerra (Ex 15,3...) y la solicitud del *pastor
por sus animales (Ez 34,16); tiene el universo en su mano y tiene para el
minúsculo Israel el apego de un viñador a su *viña (Is 5,1-7), la ternura del padre
(Os 11,1) y de
.
la madre (Is 49,15), la pasión del hombre que ama (Os 2,16s).
Los antropomorfismos pueden ser ingenuos, pero siempre expresan en forma
pro-funda un rasgo esencial del verdadero Dios : si creó al hombre a su *imagen,
es capaz de revelarse a través de las reacciones del hombre. Sin genealogía,
sin esposa, sin sexo, si es diferente de nosotros, no es que sea menos hombre
que nosotros, sino que, por el contrario, es en perfección el ideal del hombre que
nos-otros soñamos: «Dios no es un hombre para mentir ni un hijo de hombre
para retractarse» (Núm 23,19). Dios nos supera siempre, y siempre en la dirección
en que menos lo esperábamos.

IV. LOS NOMBRES DADOS A DIOS POR EL HOMBRE. El Dios del AT se
revela finalmente en el comportamiento de los que le conocen y en los nombres que
le dan. A primera vista se cree poder distinguir los títulos oficiales, empleados en
el culto comunitario, y los epítetos creados por la piedad personal. En realidad
se descubren los mismos epítetos, con las mismas resonancias, en la oración
colectiva y en la oración individual. Dios es tanto «la *roca de Israel» (Gén 49,24;
2Sa 23,3...) como «mi roca» (Sal 18,3s; 144,1) o sencilla-mente «roca» (Sal
18,32), «mi escudo» (Sal 18,3; 144,2) y «nuestro escudo» (Sal 84,10; 89,19),
«el *pastor de su pueblo» (Miq 7,14...) y «mi pastor» (Sal 23,1). Signo de que
el encuentro con Dios es personal y vivo.
Estos epítetos son de una sencillez sorprendente, están tomados de las
realidades familiares, de la vida cotidiana. La Biblia ignora las interminables letanías
de Egipto o de Babilonia, los títulos que se multiplican en torno a las
divinidades paganas. El Dios de Israel es infinita-mente grande, pero está siempre
al alcance de la mano y de la voz; es el altísimo ('elyón), el eterno Colom), el
santo, pero al mismo tiempo .«el Dios que me ve» (El Rói, Gén 16, 13). Casi todos
sus nombres lo definen por su relación con los suyos: «el terror de
Isaac» (Gén 31,42.53), «el fuerte de Jacob» (49,24), el Dios de Abraham, de Isaac
y de Jacob (Éx 3,6), el Dios de Israel, nuestro Dios, mi Dios, mi Señor. Incluso
el epíteto «el santo», que lo aparta ri-gurosamente de toda carne, se con-vierte en
sus labios en «el santo de Israel» (Is 1,4...) haciendo de esta santidad algo
que pertenece al pueblo de Dios. En esta posesión recíproca aparece el misterio de
la alianza y el anuncio de la relación que une con su Hijo único al Dios de
nuestro Señor Jesucristo.

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